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El sitio del Baler. Los últimos de Filipinas.
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Autor Saturnino Martín Cerezo.
Editorial M
Materia Historia militar.
Submateria Heroicidad sin límites.
ISBN
Páginas 284
Año
Precio 29 €
Disponibilidad Disponible
Reseña

“No se rindió Numancia y no se rindió Baler... Baler nos atestigua que el espíri¬tu de Numancia no se ha extinguido. La guerra con los Estados Unidos fue un desastre; pero fue también una demostración magnifica del espíritu heroico de España. Ninguna página más bella que el heroísmo de los marinos españoles en Cavite…. Y allí mismo, en la isla de Luzón, a ciento ochenta kilómetros de Manila, se estaba escribiendo la página más brillante que desde Numancia, sí, desde Numancia, ha escrito el heroísmo español. Cosas muy admirables se han visto en la gran guerra europea; no se ha visto ninguna superior a la defensa de Baler. Enrique de las Morenas, Juan Alonso y Saturnino Martín Cerezo, jefes del destacamento sitiado, son nombres que, con los de los muchachos acaudillados por ellos, pueden citarse junto a los más preclaros. Baler es un pueblecito situado cabe al mar. Se halla de cara al Pacifico. Contaba con un grupo escaso de casas dispersas y una iglesia. En esa iglesia se refugió el destacamento mandado, primero, por Alonso; después, fallecido Alonso, por Saturnino Martín Cerezo. Cerezo fue el que rigió los destinos de la corta tropa más número de días. Casi toda la defensa de Baler fue dirigi¬da por Cerezo. La iglesia era reducida y de muros débiles. Se encerró en ella una cincuentena de hombres. Se taparon las ventanas. En torno de la iglesia, muy próximo a sus paredes, el enemigo formó una recia trinchera. Comenzó la defensa. Iban pasando los días, las semanas, los meses. Los víveres se acaba¬ban. Desde el primer día carecieron de sal; las vituallas almacenadas se fue¬ron averiando. Llegó un momento en que la harina de los sacos estaba hecha pelotones, y los garbanzos carcomidos por los gorgojos, y el arroz reducido a polvo, y putrefactas las sardinas en conserva. El sitio seguía riguroso. La defensa era obstinada. Se les enviaban a los sitiados, de tarde en tarde, men¬sajeros de paz; pero los sitiados los desdeñaban. Reducidos al interior de la iglesia, tabicadas las ventanas, la ventilación era deficiente; se respiraba un aire denso y viciado. Comenzó a asomar la terrible epidemia del beri-beri. Daba principio el mal por los pies. Se hinchaban las extremidades inferiores con tumefacciones dolorosas; iba ascendiendo el mal, y poco a poco, entre dolo¬res agudísimos, acababa la vida del atacado. Había que mantener centinelas día y noche. Hubo precisión de llevar los enfermos, sentados en sillas, para que durante las seis horas, con el fusil entre las piernas, hicieran la guardia en lo alto de los muros. La serenidad y constancia de los sitiados no se alteraba. Habían formado unas listas en que figuraban todos los más o menos próximos a morir. Estaban los más enfermos los primeros. "Tú vas a ser el primero en morir", se le decía a un enfermo. Y el enfermo, sonriente, sin dar importancia a su muerte, donaba una cantidad para el que había de abrirle la fosa. Se iban acabando las provisiones. Se sentía ansiedad por comer algo nuevo y fresco. Todo lo que se devoraba eran cosas averiadas, descompuestas. Se ideó el coger en una huertecilla próxima hojas de calabacera; se las comía con delicia. Saturnino Martín Cerezo y el médico Vigil, muchas noches, sin que lo supiera nadie, salían expuestos a las balas enemigas y se daban un banquetazo de grama. El techo fue destruido por el cañón enemigo. Caía la lluvia e inunda¬ba los lechos. Apenas se dormía. La ropa se había gastado. Iban todos vestidos de andrajos. No había calzado. Se iba también casi descalzo. A todo esto el enemigo no cesaba de enviar mensajes de paz. Acabaron los sitiadores por decir que no recibirían ya a ningún emisario. iY nadie se acordaba de los sitiados! “¡Estaba esto tan solitario y tan lejos!”, dice Saturnino Martín Cerezo en el libro dedicado al sitio. La bandera española que flameaba en la torre se había consumido por el sol, la lluvia y el viento. Afortunadamente, en la iglesia pudieron encontrar telas de color amarillo y rojo. La bandera que amparaba a todos fue rehecha. Pero la torre, a fuerza de cañonazos, se vino abajo. La defensa había llegado a límites infranqueables. Parecían todos espectros sali¬dos de la huesa. Tal estaban de exangües, pálidos y descarnados. Llegaban los postreros días del sitio. Había comenzado éste en febrero de 1898. Entregadas las Filipinas, no había razón para continuar más la resistencia. Duró la resis¬tencia 337 días. Se escribe eso rápidamente. No se piensa lo que esos 337 días representan en un local cerrado, infecto, sin víveres, sin ropa, inundado por la lluvia, sin sal, sin agua saludable, sin zapatos, azotados por la epidemia, sin poder dormir. 337 días de serenidad, de constancia, de heroísmo! Sí, desde Numancia no se ha dado caso tan extraordinario en España. iY casi sin glo¬ria! iSin gloria clamorosa; resonante, trompeteada! ¡Estaba aquello tan lejos y tan solitario! La capitulación se hizo con todos los honores, los máximos honores, para los sitiados. Treinta y dos soldados fueron los que quedaron. ¿Qué nación en Europa puede mostrar ejemplo tal de heroísmo? Azorín en 1935.

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