Los artículos y comentarios de este libro constituyen algo así
como un diario, a veces un tanto angustiado, sobre la evolución
política de estos últimos cuatro años, y de ahí sus numerosas
reiteraciones... Las he mantenido,
a pesar de ello, porque en gran medida expresan ideas muy a
contracorriente y que, por tanto, solo llegan a calar mediante
la repetición ante a un ambiente abrumadoramente opuesto,
el ambiente «progre», como convencionalmente se le llama. El
tono de estos textos, a veces algo agresivo, obedece a la misma
razón: la política se ha vuelto muy agresiva por parte de la izquierda
y muy sumisa («bajo perfil») por parte de la derecha, y
creo que cuando no se replica con cierta indignación a actos indignantes, se facilita la imposición de estos.
Sobre la base de la sociedad reconciliada y próspera que legó
la dictadura de Franco, sobre una alternativa de reforma y no
de ruptura con cuarenta años de paz productiva, aun con restricciones
a las libertades políticas, años tan distintos de los
vividos por las dictaduras marxistas, se produjo en España la
transición democrática. Pues bien, ¿cómo ha sido posible que
en los cuatro años últimos se hayan invertido todas las bases
de la convivencia en libertad implantadas en los años 1975-
1978, para entrar en una etapa de alianza entre el PSOE, los terroristas
y los separatistas, de acoso a las víctimas del terrorismo,
a la Constitución, a la Iglesia, a la libertad de expresión...?
¿Cómo ha sido posible poner en riesgo por enésima
vez en la historia de España los beneficios alcanzados a tanto
coste, y predicar como una virtud el enlace con un Frente Popular
totalitario, que causó la guerra civil y la perdió muy merecidamente?
Podemos encontrar muchos factores para explicarnos tal
involución, en particular el enorme predominio de la izquierda y los separatismos en los medios de masas y en la enseñanza
a todos los niveles. Pero ese predominio, a su vez, no les ha
caído del cielo a sus detentadores: les ha costado una gran dosis
de esfuerzo, osadía y perseverancia, y aun así nunca lo habrían
logrado si la derecha no les hubiera cedido el terreno
desde el comienzo mismo de la Transición. La derecha procedente
del franquismo, que no la oposición antifranquista, organizó
la transición democrática. Lo cual quiere decir que fue
posible evolucionar con normalidad desde una dictadura autoritaria
a un régimen de libertades. Y lo fue porque aquella
dictadura constituyó una réplica excepcional a una situación
excepcional planteada por un movimiento revolucionario:
Franco no derrotó a la democracia, sino a la revolución, pues el
Frente Popular era un conjunto de partidos totalitarios o golpistas
(y antiespañoles varios de ellos). Agotado el franquismo
con la muerte de su líder, se abrió el camino a la normalidad
democrática. Quienes menos derecho tienen a quejarse de la
dictadura son quienes la hicieron inevitable (la alternativa, que
también pudo triunfar en la guerra civil, habría sido incomparablemente
peor). Y son precisamente los antifranquistas retrospectivos
(pues en tiempos de Franco los antifranquistas algo
activos éramos muy pocos) quienes protagonizan la actual
involución: Josu Ternera, Ibarreche, Carod Rovira, Zapatero y
su gobierno, Mas, De Juana Chaos, tienen en común su antifranquismo,
su falta o escasez de identificación con España y su
aversión a la democracia liberal. No por azar.
Pues bien, la derecha procedente del franquismo logró imponer
su solución en 1976-1978 frente al irresponsable rupturismo
de una oposición que agrupaba por igual a comunistas,
grupos más o menos terroristas, maoístas, democristianos, socialistas
marxistas y menos marxistas. Y a continuación esa derecha
triunfante renunció al combate por las ideas, asumiendo
el supuesto, repetido últimamente por Rajoy, de que la gestión
económica es lo único realmente importante, pues, cree él, de
ella depende todo. Esta idea, que rechazaría el más tosco de los
marxistas, se completaba con la invitación a olvidar el pasado
para «mirar al futuro». Pero el futuro es opaco y las pitonisas
fallan más de lo aceptable. Con ello no solo reducían la política
a niveles realmente pedestres, sino que dejaban a sus adversarios
el control del pasado, es decir, la desfiguración del pasado
a su conveniencia política actual, y les permitían socavar las
bases mismas de su propia legitimación y de la Transición.
Porque la izquierda, que ha recibido golpes tan duros y en
principio demoledores como la caída del Muro de Berlín o la
evidencia de sus «cien años de honradez», ha podido sobrevivir
a ellos transfiriendo su vieja legitimidad ideológica –el
marxismo, ante todo— a la historia: era el pasado el que legitimaba
a las izquierdas y los separatistas, pues en el enfrentamiento
crucial de la guerra civil ellos habían defendido
la libertad frente a los «fascistas», los asesinos de la democracia
de quienes desciende la derecha en general y el PP en particular.
Figúrense, los stalinistas, marxistas del PSOE, racistas del
PNV, anarquistas, golpistas del nacionalismo catalán y de las
izquierdas republicanas... ¡defendiendo la democracia todos
juntos! (aunque a menudo también se mataran entre ellos). La
falsedad es evidente, chocante, estridente, y sin embargo se ha
impuesto en gran parte de nuestra sociedad, incluso en la derecha.
Un fenómeno tal, con tan graves repercusiones políticas
actuales, sólo ha podido producirse por una abdicación
moral e intelectual casi inimaginable por parte de quienes debieran
haber defendido la verdad.
Se trata de una abdicación no del todo nueva en nuestra
historia, pues una actitud similar llevó a la claudicación asombrosa
que trajo la II República en 1931. La república, se dice,
llegó por un golpe de estado y no por unas elecciones municipales,
que además ganaron los monárquicos. Y es verdad. Pero
el golpe de estado lo dieron los propios monárquicos, no los
republicanos, al renunciar a su derecho y despreciar a sus propios
votantes. Los monárquicos, en plena quiebra moral, hundieron
la monarquía. Y ahora mismo la derecha futurista está
colaborando, con su inhibición, al hundimiento de la democracia
traída por ella misma hace algo más de treinta años.
En su época contemporánea, España ha pasado por tres períodos
de unos 60-70 años, caracterizados por el intento de
poner en pie un sistema de convivencia en libertad. Los dos
anteriores fracasaron, y precisamente en sendas repúblicas, la
de 1873 y la de 1931-1936. Hoy nos hallamos ante otro
momento de crisis, un nuevo desafío histórico del que la democracia
española puede salir robustecida o hundirse en una
nueva etapa de descomposición. De todos nosotros dependerá.
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