El descubrimiento de América tuvo, como nos expone Jean Dumont, una línea directriz muy señalada: la evangelización de los territorios descubiertos. España entera se volcó ante tan sublime proyecto y, como bien prueba el historiador francés en La hora de Dios en el Nuevo Mundo, las posibles sombras que existieron en la conquista no son achacables a la intrínseca maldad del mismo, sino a las imperfecciones de la naturaleza humana. Nada en la ocupación de los nuevos territorios se dejó al azar o a la voluntad humana. Todo movimiento estuvo guiado por una profunda reflexión jurídica y teológica. Las denuncias de los abusos golpearon la conciencia de los monarcas, quienes se sabían responsables ante Dios y que llegaron a plantearse el abandono de los nuevos mundos de ser ciertas dichas acusaciones. Teólogos y juristas reconocieron en la Junta de Burgos que los indígenas han de ser instruidos en la fe, que tienen derecho a casa y hacienda y a trabajar por un salario justo. Todo un ejemplo de colonización que se adelantó tres siglos a las primeras reivindicaciones sociales. Las tesis del padre Vitoria en su Relectio de Indis supusieron una exposición y justificación magistral de la presencia española. Y dicho celo apostólico de los reyes españoles fue acogido con naturalidad por los indígenas, que veían a los españoles como liberadores ante las barbaridades a las que eran sometidos por los cultos paganos que anteriormente profesaban.
Con La hora de Dios en el Nuevo Mundo, Jean Dumont desmonta con amenidad la archimanida Leyenda Negra y nos revela un pasado esplendoroso del que sólo podemos sentirnos orgullosos.
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