El racionalismo ilustrado del siglo XVIII engendró una minoría, los llamados filósofos, cuya denominación más exacta sería la de intelectuales. El filósofo o intelectual no restringía su mirada a la filosofía, pues debía saber y criticarlo todo, acabar con el protagonista social del clero y ocupar su puesto como conductor de la sociedad. Pero a diferencia de los dirigentes religiosos que realizaban su función según normas preestablecidas, los intelectuales imponen sus propias normas para cambiar la sociedad. Por esta razón afirma Paul Johnson que a diferencia de sus predecesores sacerdotales, no eran servidores ni intérpretes de los dioses sino sus sustitutos. Ahora bien ¿fueron coherentes los intelectuales con sus propios planteamientos? Cada uno de los capítulos del libro pone de manifiesto la contradicción de sus vidas, maquilladas con fachadas falsas que el historiador inglés desmonta una a una. Así, Rousseau, que propuso la creación de un estado paternalista, que se ocupase de las necesidades vitales de sus ciudadanos y de su educación desde la más tierna infancia, abandonó a sus cinco hijos uno tras otro nada más nacer en orfanatos y se olvidó de ellos el resto de su vida. Marx no supo que era pagar un sueldo, porque nunca lo hizo a pesar de tener obligación de hacerlo a su fiel criada nunca recibió paga alguna por su trabajo. Y como estos son analizados los casos de Shelley, Ibsen, Tolstoi, Hemingway, Bertold Brech, Bertrand Rusell y Sastre, entre otros.
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